El fin del mundo es una idea que nos persigue desde el inicio del tiempo. Un temor tan antiguo como la propia raza humana. Las más remotas civilizaciones han imaginado de forma similar una noche en la que la naturaleza y los dioses descargaban su ira para el exterminio global, y lo escribieron en siniestras profecías, convencidos de que ese momento iba a llegar tarde o temprano.

Es a partir del siglo XX, en la era de la técnica y la exploración espacial, cuando el insconciente colectivo idea un final distinto y aún más aterrador, un cataclismo en el que cualquier atisbo de vida ha sido eliminado y extirpado de raíz gracias a fuerzas que habitan en los límites de la física y que no acabamos de comprender ni dominar.

La sombra amenazante de la guerra nuclear nos hace imaginar ciudades arrasadas, donde el latido de nustra especie ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Por desgracia este relato no pertenence a la ciencia ficción, sino a una verdad que durante mucho tiempo ha sido manipulada y ocultada.



Es la ciudad fantasma de Prípyat, en el corazon de lo que ha sido bautizado como zona muerta. Nadie puede vivir aquí, por eso las calles han quedado desiertas y solo se escucha el funebre sonido del viento golpeando la tela y las ropas tendidas. Es el viento radiactivo que transporta la muerte.

No hay incendios, no hay disparos, no hay inundaciones, no hay grietas que abren el suelo, no hay nada semejante a nuestra idea de gran catástrofe. Todo está intacto, y sin embargo la maldición es mayor de lo que podamos imaginar nunca.

A esta misma hora, en este preciso instante, todo sigue así, como aquel día de abril de 1986, como una realidad suspendida en el tiempo, y así deberá continuar durante los próximos 24.000 años.



























Con su noria que jamás volverá a girar, con los autos de choque que aún esperan a los niños que nunca regresarán, con las muñecas desmembradas y los libros de la escuela abandonados después del pánico. Con estos bloques de pisos vaciados repentinamente ante el miedo a la guadaña invisible de la radiactividad.

Pasado este período, después de tantos siglos, las generaciones del futuro quizá puedan volver a habitar este lugar prohibido, donde todo se detuvo en la noche del fin del mundo.

En el año 98 d.C. San Juan el Evangelista escribio:

Apocalipsis 8:10-11

Y el tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una grande estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó en la tercera parte de los ríos, y en las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella se dice Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas fue vuelta en ajenjo: y muchos hombres murieron por las aguas, porque fueron hechas amargas.


Se sabe que a las 01:23:58 de la madrugada del día 26 de abril de 1986, el reactor Nº4 modelo RBMK-1000 de la central nuclear de Chernóbil explotó, lanzando al aire una bola de fuego que volvió a caer a tierra con gran estruendo, expandiendo unos niveles de radioactividad varios millones de veces superior a los que puede soportar cualquier ser humano.

Se sabe también que la plabra rusa "Chernobyl" significa lo que muy pocos creen que sea casualidad, ajenjo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

CABRON CASI QUE NO COPIASTE NADA DEL GUION QUE ESCRIBIIO IKER JIMENEZ

Anónimo dijo...

NO MAMES ESTO ES ROBO, ESE GUION LO ESCRIBIO IKER JIMENEZ, PIRATA...
POR LO MENOS ESCRIBE LA FUENTE DE DONDE LO OBTIENES Y NO TE LO APROPIES DICIENDO QUE TU INVENTANTASTE TODO ESO