Si os ponéis a pensar, París es una de las ciudades europeas de las que más monumentos, personajes y clichés puede enumerar cualquier ciudadano de a pie, haya tenido la oportunidad de visitarla o no. Una pequeña lista incluiría su Torre Eiffel, sus cafés coquetos, Bonaparte, la catedral de Nuestra Señora, el barrio bohemio, el latino, Sartre, las cenas románticas, el Sagrado Corazón, los paseos por el Sena, Montparnasse, el Louvre, el Molino Rojo, los Campos Elíseos… y así hasta culminar con la ingratitud gabacha. Sí, París ofrece innumerables recorridos pintorescos para cualquier amante de los viajes, las visitas culturales (y las no tan culturales), los paisajes pintorescos y la bohème.

Sin embargo, pocos son los que reparan en la posibilidad de llevar a cabo un tour por el subsuelo. Y no me refiero al métropolitain

París cuenta con kilómetros de túneles excavados en el subsuelo que datan de la época romana, pertenecientes a minas de piedra caliza. A pesar de que hoy en día se encuentran parcialmente sumergidos o bloqueados, durante años han sido objeto de peligrosas excursiones en la oscuridad, las más de las veces con fines macabros. No obstante, hay una pequeña parte de los túneles abierta al público.

A fines del siglo XVIII, la insalubridad hacía estragos en la población parisina. Uno de los focos más importantes de las epidemias de la época era el Cementerio de los Inocentes. Llegó a ser tan grave el problema, que la policía de la época decidió cortarlo de raíz: «Si los cementerios son la causa de nuestras preocupaciones, acabemos con ellos». Algo así debieron pensar, pero inevitablemente se planteaba un dilema aparentemente mayor: ¿qué hacer con todos esos cuerpos que ya estaban enterrados o directamente hacinados en fosas? La solución no se hizo esperar: había suficiente espacio en los subterráneos de la ciudad. Así es cómo nacieron las catacumbas de París, y la parte visitable de las antiguas minas romanas. A los ingenieros encargados de llevar a trámite la mudanza de tan siniestros inquilinos, no les faltaba sentido del humor, aunque éste fuese un tanto fúnebre.

La visita actual comienza con la bajada de unas discretas escaleras en unos jardines de la avenida Henri Rol Tangui. El acceso, previo pago de la entrada, se hace a través de una puerta en cuyo quicio se muestra una inquietante advertencia:

Detenéos, he aquí el imperio de la muerte

La longitud del recorrido es de unos dos kilómetros, que se completan a pie a través de galerías húmedas con la única compañía que la que lleves contigo. No suelen estar muy concurridas y contratar una visita en grupo acaba con el encanto. Los huesos están amontonados en las galerías, formando desde corredores hasta salas más amplias. Pero el hacinamiento no es aleatorio, los ingenieros de tan peculiar estructura aprovecharon la morfología de los huesos para crear una lúgubre decoración, acorde a las circunstancias. Los cráneos están dispuestos de diversas formas, desde cruces hasta corazones, pasando por cenefas. Hay lápidas repartidas a lo largo del recorrido en las que pueden leerse citas célebres, tanto en latín como en francés, referentes a la muerte (carpe diem, tempus fugit); así como indicaciones de las diferentes secciones del cementerio al que pertenecían los huesos de cada tramo. Se pueden leer sentencias como: «Disposes de tes biens parceque tu mourras et tu ne peux toujours vivre». (Dispón de tus bienes porque morirás y no puedes vivir siempre)


Una última advertencia a los valientes que tengan la curiosidad de visitar estos lares si alguna vez pasan por París: no cojáis ningún hueso. A la salida hay unos señores que registran las mochilas en busca de tesoritos que queráis llevar a casa.


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